En una casa del interior, una vecina muestra con orgullo un pequeño mono tití que “rescató” después de que su madre fuera atropellada. Lo alimenta con una mamadera, frutas, le tejió un abrigo, le pone pañales y hasta le dio un nombre. La señora asegura, con mucho amor, que lo está cuidando y que lo salvó. Y aunque sus intenciones parecen nobles y sinceras, la realidad es otra: ese monito, como tantos otros animales silvestres que viven en hogares humanos, está siendo alejado de su verdadero mundo, de los de su especie, de su naturaleza.
La tenencia de animales silvestres como mascotas es un fenómeno extendido en todo el mundo, muchas veces impulsado por la desinformación o la empatía mal dirigida. Desde pichones de aves, como los loros, hasta pequeños felinos, coatíes, tortugas o monos, la lista de animales nativos que terminan en jaulas o peceras en casas particulares es extensa. Sin embargo, detrás de cada caso hay una historia de desequilibrio ecológico, sufrimiento animal y, a veces, riesgo para las personas.
Lo que para algunas personas puede parecer un gesto de cuidado, muchas veces representa un daño que luego es difícil de reparar. Un animal silvestre criado en cautiverio pierde habilidades fundamentales para sobrevivir en su ambiente natural: para encontrar alimento, para evitar a sus depredadores naturales, para interactuar con los de su especie, cambios radicales en su dieta natural, entre muchos otros. En otras palabras, se vuelve prisionero en un entorno que no le pertenece, que no les es natural.
A su vez, muchos de los animales silvestres pueden transmitir enfermedades, volverse agresivos al crecer o simplemente vivir en un estado constante de estrés. No están hechos para convivir con humanos en sus casas. Su bienestar depende de un entorno específico: el monte, la selva, el río, el cielo abierto.
Es verdad que ciertas veces los animales silvestres pueden necesitar ayuda de las personas: pueden estar lastimados, desorientados, sin su madre. Pero el paso correcto o indicado no es llevarlos a casa. Existen centros de rescate, profesionales especializados y protocolos que permiten evaluar si pueden ser o no reinsertados en la naturaleza. En cambio, cuando los adoptamos como mascota, le negamos esa posibilidad.
El problema se agrava cuando no logramos distinguir entre una mascota —un animal domesticado como un perro o un gato— y un animal silvestre. Esta confusión lleva a justificar la tenencia con argumentos como “pero lo trato bien”, “está mejor acá que en el monte” o “lo salvé”. Sin embargo, y pese a que los argumentos muchas veces nacen de personas bienintencionadas, los animales silvestres no necesitan ese tipo de cariño humano: necesitan la selva, su libertad y a otros de su especie. Si esto último no fuera posible, se le deben brindar condiciones apropiadas para su conservación fuera de la naturaleza, conocida como conservación “ex situ” y pueden ser parte de programas de educación ambiental o de aportes de material genético para programas de reintroducción, en caso de ser necesarios.
La buena noticia es que cada vez más personas y comunidades están reflexionando sobre esta problemática y es positivo que así sea. Se preocupan y reaccionan al toparse o escuchar sobre casos de tenencia de animales nativos como mascotas. Por ello, hay una necesidad seguir impulsando acciones para que esto no siga ocurriendo.
La educación es, con seguridad, una de las claves para que cada vez más personas puedan diferenciar claramente a los animales domésticos de los silvestres, y promover una relación basada en la observación respetuosa y la coexistencia, y no en la tenencia. Entender que no todo animal necesita ser rescatado —al menos no por cualquier persona— es un paso importante hacia una cultura de mayor respeto y responsabilidad ambiental.
El desafío actual es cambiar la forma en que miramos a los animales silvestre. No como objetos de ternura ni como trofeos exóticos, sino como parte esencial de un ecosistema que también nos sostiene a nosotros. Y reconocer que, a veces, la mejor forma de cuidar es no intervenir.
Por Manuel Jaramillo, director general de Fundación Vida Silvestre Argentina.